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Yo amo, Japan

Leéme


martes, 2 de febrero de 2010


Allá afuera, miles de personas han muerto. Miles. Quizás hasta incontables, más de las que se saben. Aquellas que están a salvo, sobre aquella tierra que enfurecida les quito la vida y se las devolvió vacía, son aquellas que sobrellevan el dolor de haberlo perdido todo. Muchos intentan contra restándolo con la esperanza y la fe de que todo puede llegar a mejorar. De que a pesar de todo, en la vida se cae y hay que volvernos a levantar, para aprender, para prevenir, para sonreír otra vez. Yo vivo en tierra sísmica. Se lo que es despertar una mañana y sentir que el piso deja de ser seguro. Que todo se mueva a tu alrededor, que veas las cosas de los muebles caerse como si nada, temblar de miedo como uno lo hace desde la cama paralizado sin saber que hacer para evitar lo que es inevitable y natural. Lo que yo no puedo imaginar, es ver como las paredes se desmoronan sobre uno, los gritos, el sufrimiento, la angustia y mil sentimientos más que ni las palabras pueden describir. Si yo siento pánico con un sismo, no imagino lo que debe ser algo aún peor, con el doble de poder. Un terremoto, no da ni tiempo a que uno piense en lo que se siente hasta que no se está en el piso, bajo los escombros de lo que hace unos cuantos minutos atrás era la casa en la que uno vivía. La desesperación por saber de sus familias, si han sobrevivido o son parte de ese millón de personas sobre las que se desconoce su paradero. La desesperación de salir de entre las paredes que les acorralan, para respirar, para vivir y cantar porque ya no importa todo lo que se ha derrumbado, sino el simple hecho de que le den una oportunidad de seguir. Y nosotros desde acá, desde cada casa, disfrutando la vida como cada uno de los que han muerto merecían. Quizás incluso, ellos más que algunos de nosotros. Allá afuera, no hay más que caos. Allá afuera, hay miles de personas luchando por sobrevivir al hambre, a la sed, a la necesidad, a la falta de atención medica. Hay niños, millones de ellos huérfanos, sin casa, sin padres, sin nada más que sus cuerpitos llenos de polvo, de recuerdos que les han arrebatado de la noche a la mañana. Y con sus pocos años, ven sus futuros tambalear en una cuerda floja de la que tienen miedo cruzar. Allá afuera, la gente necesita ayuda. Y nosotros, podemos dársela con apenas un poco de consideración porque con muy poco uno puede hacer grandes cosas.
Demos porque nosotros tenemos. Porque nunca se sabe cuando es nuestro turno, cuando las cosas pueden derrumbarse, cuando nuestra vida puede ser una de la de ellos. Ayudémonos, porque la ruleta siempre corre, da vueltas y vueltas y siempre nos puede tocar ser los próximos y puedo asegurarles que cuando nos toque, vamos a querer y necesitar de esa ayuda tanto como ellos la quieren y necesitan. Se me parte el alma al ver a todos esos niños, solos en la vida. Las imágines que veo en el noticiero me dejan llorando y angustiada porque me pregunto de dónde sacan las fuerzas para seguir. Imagino que no las tienen, que en verdad siguen porque es la ley de la vida, del que sobrevive. Vivir en el caos. Nosotros nos quejamos por todo y ellos solo piden un poco de comida y agua para sobrevivir.


Texto 26/01/10
Haiti