sábado, 7 de diciembre de 2013
Miré el reloj. Eran las 2:45 y el tiempo no parecía transcurrir. No
sabía ya que hacer, no sabía que decirme, no sabia que gritar o
simplemente susurrar y por más que intentara, no hubiera podido. Me
dolía el cuerpo y a decir verdad también la cabeza. El techo daba
vueltas, estaba claramente tirada en el piso escuchando la letra de
alguna canción melancolica en ingles. Posiblemente, un día cualquiera la
hubiera entendido, la hubiera cantado, pero ese día no podía ni
susurrarla. No me
importaba saber de que hablaba, la tenía de fondo y frente a mi podía
vizualizar las imágenes de mi vida pasando a toda velocidad, dentro de
mi cabeza había un huracán de recuerdos borrosos trantando de ordenarse,
tratando de enterrarse. Voces, muchas voces resonaban sin respetarse
una con otra. Llanto, no sabía quien lloraba, pero había alguien
llorando. Era yo, tirada en el piso, desgarrada, con los ojos rojos, con
los brazos apretados contra el cuerpo, consumiendome. Eran las 2:45,
¿que
acaso el tiempo no pasa?. El pasado volvía a mí y se insertaba en mi
piel como un parasito hambriento de vida. La canción, el tiempo, las
cosas fuera de mi habitación, en el pasillo, la gente seguía su vida y
yo ahí, tirada, deshecha. Tenía el celular cerca, sonaba, pero no me
interesaba. No podía escuchar a nadie más que a mi respiración agitada y
contundente, necesitada de más aire, asfixiada y retenida dentro mio,
forzada. Le negué el paso a la esperanza, mi sistema inmune se negaba a
salvar
lo poco que quedaba en mi. Me encontré rasguñandome los brazos,
preguntándome quien me había condenado a semejante calvario, a tremendo
sufrimiento. Transpiraba de la impotencia que tenía dentro, había una
lucha entre lo que era y lo que debía ser. Ganó. Me ganó la debilidad y
perdió, mi cuerpo cayó rendido ante la enfermedad. Ante un solo enemigo,
yo misma. Tenía el pelo enmarañado y el agua salada lo pegaba a mi
piel. Tenía frío y no le encontraba sentido a pararme para buscar una
colcha. Me
quedé ahí, stan by. Tragué saliva, tenía que hacer algo, tenía que decir
algo contra lo que se estaba instalando en mi piel, en mis venas, en mi
corazón (desatandolo de tierra firme). Pero no sirvió, intento tras
intento, fracasé. La dejé, dejé que la enfermedad se apropiara de mi
cuerpo. Me agarré la cabeza y supe que entonces ya no había vuelta
atrás. Seguían siendo las 2:45 y el tiempo, había dejado de ser lo que
antes era. Una bomba de horas, minutos y segundos.