viernes, 11 de noviembre de 2011
Aprendí a mantenerme fuerte. A serlo y a fingirlo para que no me
quebrantaran más de la cuenta. Lloré millones de veces y mil y una me
levanté, una y otra vez, sin perpetuo descanso. Se siente como si la
vida estuviese empeñada en tirarme abajo, esperando expectante en que
momento me cansaré y lo dejaré todo como está. Sin hacerme cargo,
idiferente al dolor y mucho peor, al sufrimiento que inhundaría a mi
corazón. Pero nada de todo lo sucedido fue una excusa para dejarme caer.
Me observado cayendo por un abismo, sin que nadie me sujetara, sóla por
mi cuenta, enojada con el mundo que se encantaba al darme la espalda,
al no darme un lugar en el mundo. Amé tanto que me consumía, amé tanto
que me quede con poco cariño para mí. Y todo ese odio, esa soledad, ese
frío me fue haciendo de piedra. Llegaban momentos en que me quedaba
parada, mirando como todos pasaban al lado mío sin reconocerme, sin
querer verme o sentirme gritar. Me rasguñaba el estómago, la garganta,
los brazos para sentir que estaba viva, en el mismo planeta, para
comprobar que no enloquecería en los próximos segundos. A nadie le
importaba si me quemaba en mi propio infierno. Todos los que estuvieron
un día poco a poco, fueron dejandome. A mi pedido, se iban sin luchar,
sin mirarme a los ojos, sin siquiera decir adiós. A mi pedido
contradictorio que sonaba de una forma y se sentía completamente de
otra. El problema era que amaba, sigo amando, de una manera intensa,
anticuada quizás. Y no me cansaba de dar más y más de mi, esperando que
un día alguien se me devolviera un cuarto de lo que entregaba. Que lo
hiciera sin que lo tuviese que pedir. Escondidos en mis 18 años de vida,
habían dos vidas paralelas. Una que se derrumbaba y una que disimulaba
normalidad, nadie nunca supo mucho de mi. Les bastaba con mi risa, con
mis consejos y mi estadía sin fecha de vencimiento. Me encontré, tirada,
echa un desastre, una mujer abandonada por los demás y si misma.
Llegado el momento, miré fijo al horizonte y comprendí que no debía
esperar porque nadie llegaría. Me sujeté el cuerpo y de a poco, me
incorporé prometiendome intentar estar bien. Prometiéndome respirar ondo
y dejarlo ir. Por más costoso que fuera, dejar el dolor que se vaya por
mis poros, por mi piel fragmentada. Me mantendría fuerte, viva,
sonriendo, creando una vida nueva. Y cuando esa oscuridad asomase por el
umbral de mi habitación, luchar al menos. Luchar porque lo valgo, porque necesito salvarme
y construir algo que no se derrumbe con un soplido. Mantenerme fuerte y
encontrarme disfrutando de cada momento irrepetible, único y volátil.
No quiero que pase el tiempo y arrepentirme de no haber sido parte de mi
propia subsistencia. Me aferro a la vida porque soy fuerte, porque
sobrevivo día a día, porque sonrío incluso cuando lloro, porque no puedo
darme por vencida. Quiero que me dejen, déjenme sentir que puedo.
Sonreiré y tocaré las nubes.