Mi foto
Yo amo, Japan

Leéme


sábado, 28 de agosto de 2010


Me preguntaba si estaba presente o había cruzado en menos de cinco minutos al lugar más hermoso que había conocido. Mi paisaje estaba coloreado de violeta lavanda y mis lágrimas tenían gusto a mar, debía estar en el paraíso. Pensé que me había alejado del dolor y le había hecho paso a una buena dosis de sonrisas y felicidades, pero no. No estaba en un paraíso y si habían sonrisas eran de las macabras. Estaba mirando aquella pared, paralizada por mi mente, imaginando cómo sería ser feliz y tener un poco de tranquilidad. Sola como siempre, esperando que algo pasara, que alguien llegara, que alguien llamara, que a alguien le importara. Comprendí que papá y mamá se separarán, no es difícil escuchar los pasos de papá en el pasillo que daba a mi habitación y a mamá arrastrando los pies y cerrando las puertas fuerte. Había demasiada tensión y adivinen quien era la culpable...YO. Ni más ni menos que la problemática  según dice mí mamá. Me miré el brazo, lastimado por esas tres marcas, lloraba cada vez más porque tenía miedo. Miedo de volver a necesitar sentir esa adrenalina, ese dolor que me quitaba los problemas de la cabeza, de volver a caer tan hondo que ya no pudiese salir ni pedir ayuda. Decidí que era un buen momento para hacerle caso a mi papá, preparé un bolso con quien sabe que cosas (no recuerdo) y cuando quise irme, ahí estaba. Mamá. Con sus pies plantados en mi habitación, resucitada, buscando más pelea, como aquellos fantasmas que aparecen cuando uno menos se los espera, era el fantasma de la culpa que me perseguía y venía a decirme que todo aquello, era por mi inutilidad con vida. Mi eterna culpa. Papá vino a intervenir pero ella le cerró la puerta en la cara. Estaba enojada, lo veía en sus ojos rojos y no de llanto sino de furia. Agarrando fuerte la puerta para impedirme el paso otra vez, me pidió que hablemos. Pero, para ser sinceros, estaba quebrada en mil pedacitos y no quería ni una queja más sobre mis hombros. Le dije que no era buen momento, que me dejase ir, que me quería ir. Otra vez, forcé la puerta y salí de aquel infierno en el que dormía día a día. Mi papá agarraba mis cosas. Yo, por mi lado, me agarraba a mí para no caer en el camino, para no desvanecerme, para buscar un refugio que nadie me daba, para aguantar y así, poder seguir. Salí de la casa y entré lo más rápido que pude en el auto de mi papá, parecía que ellos se negaban a ver mi estado poco envidiable: llorando, con 2 bolsos en la mano. Me había vuelto invisible. Ahora, caminaba a casa de mi papá tuve que aguantar su celular sonando cada cinco segundos (y no miento). No tenía pudor en decirle a los familiares que estaba "bien" y que tuvo que separarnos a su aliada y a mi (su no merecedora) hija, para evitar más problemas, que yo iba a hacer que le pasase algo malo dándole esos sustos. Lloraba, desconsolada, sintiendo que me moría por ellos. Porque no importaba lo mucho que llorase, que gritase, que dijese, a ellos no les importaba lo que me pasaba, ellos no me notaban. Nunca me notaron.